Obviamente no estaban acostumbrados a ver tanto niño junto. La toma y conquista del salón común me recordaba a una de esas escenas de película americana en la que los niños salen despavoridos del colegio y cada mami intenta buscar a su retoño. En este caso los niños entraron en tropel en el salón desbaratando la perfecta organización de cucos sillones, detalles rústicos aquí y allá, una bonita librería con libros de excursiones por la zona. En su lugar el suelo se ocupó por un gran juego alfombra de imaginarium llena de botoncitos de colores, cajas de lápices de colorear y sus correspondientes cuadernos y espadas.
Llegó la hora de la cena, la propietaria que a su vez era el alma mater de la cocina del hotel (y muy buena por cierto) me lleva a un aparte para consensuar el menú de los peques: sopa de ajo y cordero (¡¡¡!!! ¿¿¿???) ¡Pero esta mujer dio de comer alguna vez a un niñoooo? Le propongo que no se complique la vida, que con unos macarrones con tomate... Le parece bien y además propone hacer unas pizzas que finalmente nos comemos las madres mientras ayudamos a cenar a las fieras.
El hotel era rural. Tenía animales. Perros, gatos, dos ovejas y dos caballos. Los niños quieren dar de comer a los caballos. Cogen una bala de paja. Cada niño coge un montoncito de paja y se lo da a los caballos. Así muchas veces. Los caballos empachados. Los caballos se van. Ah que también hay perritos, pero es que nos dan miedo los perritos así que nos dedicamos a perseguirles y chincharles hasta que se rebelan y si me chupan la mano lloro. Los propietarios ponen a salvo a los perritos. Deliciosos estos niños.
Mientras los peques hacen de las suyas los adultos no lo pasamos genial charlando de nuestras cosas, bebiendo y jugando al póquer y al trivial. Total, como es un reciento cerrado y no hay peligro, dejemos a los angelitos hacer lo que quieran.
¡cómo nos relajamos los padres cuando estamos en casa de otros! Así da gusto, ¡viva los hoteles rurales!
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